Irene tiene una manía, pequeñita, como ella. No le gusta que la despeinen. No le importa despeinarse ella, pero que le toquen el pelo y se lo muevan le pone (bastante) frenética.
No parece demasiado impactante, ¿verdad? Con una excepción. El día que hace viento. Sale de la guardería, contenta y feliz, coge su merienda, empieza a comer, llegamos a la esquina y... quejas (si hay una leve brisa) o alaridos e incluso alaridos sin fín (variables en intensidad y duración en armonía con la intensidad y duración de las rachas de viento).
Yo, enamorada del viento, no entendía cuál era el problema que tenía mi hija. Qué mayor placer que sentir el abrazo de un viento racheado, o la caricia de una brisa marina mientras te revuelve el flequillo... Jamás se me hubiera ocurrido la posibilidad de que el viento pudiera ser desagradable (excluídos vendavales de fuerza 5, tornados, tormentas tropicales y huracanes).
Mi reacción a sus gritos desmedidos era decirle que no hiciera el tonto, que solo era viento. Nah, no funcionó, como os podréis imaginar. Así que tuve que probar soluciones más imaginativas.
Un día soleado y con agradable brisa, ante sus lamentos y quejidos, le dije que el viento no hacía daño, que solo hacía caricias. De primeras no le convenció. Empecé a decirle que el viento acariciaba a los árboles, y les gustaba mucho (le enseñé cómo se movían las hojas de los que teníamos al lado, meciéndose con pereza - es que era la hora de la siesta). También acariciaba las plumas de las palomas (¡mira! ¡mira!), de los gorriones, y les ayudaba a volar (¡mira mami! ¡pajarito "voando"!).
Se acabaron los alaridos y, de vez en cuando, le decía al viento "suaaaaave, suaaaaave" mientras yo me sonreía por dentro y por fuera. Pensé que tenía ganada la batalla.
No hemos tenido muchos días soleados y ventosos esta primavera (cuando llueve, los paseos se quedan al mínimo y los paraguas paran también al viento), hasta este fin de semana. El sábado, para más datos. Era por la tarde, hacía una temperatura agradable, ¡qué mejor momento para ir al parque! Visto a la enana, le pongo unas coletas, y a pasear. De camino, Irene se empieza a quejar y tuvimos un curioso diálogo que transcribo de la manera más literal posible. En mi descargo, hay que tener en cuenta que la gramática de un bebé de dos años y poco deja algo que desear (a veces).
- ¡No llevas coletas!
- Irene, cielo, sí llevas coletas.
- ¡No llevas coletas! - (ante este tipo de repeticiones de la misma frase, la experiencia me dice que lo que ocurre es que no la he entendido bien. Así que intento una nueva aproximación al problema)
- No, mami no lleva coletas, pero Irene sí.
- ¡NO LLEVAS COLETAS! - (la cosa se pone fea... así que como sigo sin entender qué le pasa, pruebo la pregunta directa)
- ¡Pero bueno, Irene! ¿Qué te pasa?
- Viento no llevas coletas - (jolines, qué difícil que va a ser esto, vamos a ver si acierto)
- Claro, el viento no tiene pelo, no lleva coletas
- ¡VIENTO, NO LLEVAS COLETAS! - (pero ¡¿qué concho quiere decir la cría?!)
(Y entonces caí en la cuenta. ¡Estaba pidiéndole al viento que no se llevara SUS coletas! Las madres muchas veces nos quedamos en blanco, sin saber qué hacer. Y, de repente, llega una inspiración en la que no confiamos mucho, pero ¿por qué no probarla?)
- ¿Cómo se te va a llevar las coletas el viento? ¡Pero si es tu amiguito! (lógica aplastante, ¿verdad?)
Bien, pues en este caso dio resultado. Desde el sábado los días han sido ventosos, y cada vez que Irene sale a la calle y le da el aire, le dice "hola" a su amigo el viento y le saluda con la mano.
Cuando crezca, con suerte, se convertirá también en una enamorada del viento. Y quizá le devuelva con una sonrisa ese beso que con dulzura le ha dejado en la frente.
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