Silencio. Una brisa fresca. Delante, claridad gris perla. Atrás, oscuridad. Mi mano roza la pared, áspera e irregular. Camino hacia delante, a veces a cámara lenta, a veces parezco volar. No siento miedo.
Llego al final. Todo parece en blanco y negro, quizá virado a sepia. Hay un arco, a continuación un pasillo que gira a la izquierda. Una consola, una silla. Veo mi mano en la pared, los dedos se dan sombra unos a otros. Lo único que se oye en esa luz silenciosa es el latido de un corazón. ¿El mío?
Camino con los pies descalzos sobre el suelo frío.
Más adelante, una luz me deslumbra. El latido se acelera, sigo sin tener miedo y me sorprendo preguntándome por qué. Entro en la luz, me rodea, es cálida y suave. Se vuelve sólida, algo (¿alguien?) se acerca.
Es él, sus ojos en los míos, su sonrisa en los labios, en los brazos nuestra hija, que me mira como nadie jamás me ha mirado antes. Y detrás vienen el resto, todos sonriendo, todos llenos de luz, todos alargando sus manos hacia mi. Siento las mejillas húmedas, el corazón corriendo, la felicidad desbordándome, abro los brazos para intentar abrazarlo todo, a todos, cierro los ojos para librarlos de las lágrimas de la alegría
Cuando los vuelvo a abrir todo está oscuro. Oigo su respiración, acompasada, tranquila, y siento su calor a mi lado. Tengo la cara y el cuello mojados, una sonrisa tonta en la cara. Me doy la vuelta, le abrazo, beso su espalda y vuelvo a cerrar los ojos, mientras la sonrisa y la oscuridad me sumergen de nuevo... en otro sueño.
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